Relatos LUIS ANGEL CALVO VILLALAIN

EL BUEN DOCTOR

En la puerta de entrada colgaba un letrero que invitaba a pasar sin llamar. Sigilosamente, tratando de hacer el menor ruido posible, empujó la puerta y se introdujo en la sala. Una ráfaga de olor a cerrado y a viejo y enfermo le golpeó, dejándolo quieto en la entrada durante unos segundos. No pudo evitar que en su cara se dibujara sutílmente un gesto de asco.

La sala de espera era estrecha y alargada, en los muros laterales se abrían sendas hileras continuas de ventanitas, sobre las que habían colocado papales traslúcidos de colores. La escasa luz que se filtraba a través de ellas pintaba la sala de colores apagados. Debajo de las ventanas, también a ambos lados, junto a las paredes había filas de bancos destartalados. Aquí y allá colgaban papeles y panfletos, ya amarillentos y caducados en su mayoría. Al fondo, justo enfrente de la puerta de entrada se adivinaba otra más pequeña sobre la que había un crucifijo ligeramente ladeado recuerdo, seguramente olvidado, de otros tiempos.

Avanzó lentamente por medio del pasillo, intentando no hacerse notar. No había mucha gente en la sala, un par de ancianas que cuchicheaban al tiempo que meneaban la cabeza y dibujan gestos de desaprobación en sus caras, una mujer de mediana edad con un chaval de unos diez años y muy separado del resto un abuelo que hacía girar un bastón entre sus manos mientras miraba al suelo ensimismado.

Avanzó hasta la altura del abuelo, y por decir algo le pidió confirmar si había empezado ya la consulta, para a continuación sentarse justo enfrente de él.

Durante la espera se dedicó a observar con más detalle los rincones de la sala, y a sus compañeros de ceremonia. El silencio reinante sólo era cortado por el rumor incesante de las viejas, y alguna tos esporádica del crío.

Al cabo de un tiempo se abrió la puerta del fondo llenando repentinamente la sala de una luz cegadora. Las viejas cesaron su charla y todo el mundo miró hacia el origen del resplandor, donde la silueta del doctor, a contraluz, se dibujaba enmarcada por el hueco de la puerta. El buen doctor, con voz enérgica llamó al siguiente.

La ceremonia se repitió invariable hasta que al fin le llegó su turno. Entró con ganas de acabar cuanto antes. El doctor le sonrió. La salita era blanca y luminosa, el centro estaba ocupado por una amplia mesa repleta de artilugios metálicos, botes, papeles y algún portarretrato. A ambos lados de la mesa central había sillas para el doctor y los pacientes, y flanqueando la mesa había sendos esqueletos de plástico que daban un toque ligeramente mágico al lugar. Un poco apartada una camilla junto a un biombo que parecía no haber sido usada en mucho tiempo.

El ritual de la consulta discurrió como estaba establecido, al final el doctor dictaminó su veredicto, escribió los papeles de rigor, le dio las últimas advertencias y, a modo de despedida, sacó de debajo de la mesa la cabeza seccionada de una de las viejas que minutos atrás esperaba en la consulta. El gesto de espanto que se dibujó en la cara del paciente coincidió en el tiempo con el accionado del mecanismo secreto incorporado en su silla que limpia y precisamente le separó la cabeza de su cuerpo.

El doctor miró con curiosidad científica el rictus de estupefacción que se había congelado en la cara del paciente. Limpió el despacho con una pericia digna de admiración. Comprobó que no había más pacientes en la sala de espera, se cambió y salió al exterior con la satisfacción íntima de saber que hoy el mundo era más sano, era mejor.